El doble filo de «Don’t look up»

(Enero 2022) – Por Jada Sirkin

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¿No es hermoso que una misma película pueda ser leída de tantas maneras? Durante la escritura de este texto, me llamaron la atención dos artículos, de los muchos que debe haber sobre Don’t look up. Mientras “No mires arriba”, mírate a ti mismo, de Ian Cutris, enfoca en la contradicción que implica capitalizar la crítica al capitalismo, Comet of deliverance, de Charles Eisenstein, propone una lectura doble: primero cuestiona la simplificación con que se aborda el problema ecológico; segundo, celebra cómo la película muestra a lxs humanxs que, ante la inminencia de la muerte, recuerdan lo sagrado de la vida. Recomiendo leer los artículos, porque aquí simplifico sus lecturas; lo hago para poder dar cuenta de la variedad de interpretaciones que se exprimen de un mismo material. Leer esos artículos, que enfocan en zonas diferentes de la que enfoqué yo, me abrió los ojos a la complejidad que es cada fenómeno —el fenómeno ecológico, el estético, el político. Dicho esto, me sumerjo en mi propuesta de lectura.

La hipótesis es que la película Don’t look up (2021) tiene un doble filo, de por sí muy conocido: con la intención de mostrar un problema, se lo simplifica: concretamente, aquí, los héroes son héroes y los villanos son villanos. Pareciera que no podemos salir de esa dinámica polarizada. ¿Por qué? Una posible respuesta: es justamente esa dinámica polarizada lo que sostiene nuestra adictiva sociedad de consumo; un producto de consumo es un objeto legible (fácilmente digerible) definido por la fijación del bien y del mal: la guerra (saber de qué lado estamos) vende. El capitalismo es un sistema auto-expresivo funcional a esa estructura perceptiva que llamamos ego. El ego funciona en tanto define lo que está bien y mal —quién es culpable, contra qué hay que luchar.

Por más buenas sean sus intenciones críticas ambientalistas, por más que probablemente muchos espectadores se beneficien de su mensaje lineal (¡Consciencia ecológica!), por más chistosa sea Meryl Streep, genial Jonah Hill, tiernos Leo Dicaprio y Melanie Lynskey, y perturbador Mark Rylance como el empresario visionario y/o codicioso, la película no deja de organizarse de modo conocido y polarizado: los buenos somos los buenos y los malos son culpables.

Habilitados por la declarada textura satírica (reiremos con complicidad de lo que hemos llegado a creer que somos), aquí los malvados son demencialmente idiotas y culpables; los buenos, intachables y moralistas. Sí, es cierto, del mismo modo polarizado se despliega esa farsa que llamamos vida real. La pregunta es ¿quién dice que le debemos una representación más al teatro insistente de la realidad?

Que la vida sea así no es una buena excusa, porque “así” es una simplificación funcional a determinada visión del mundo. La vida (como esta película, como cada fenómeno) es muchas cosas a la vez; que en el intercambio social cotidiano la simplifiquemos horriblemente no significa que tengamos que hacer lo mismo (seguir haciendo lo mismo) en esos contextos de supuesta libertad que arrebatadamente llamamos arte. Si aquí la excusa específica para justificar la polarización buenos-y-malos es la intención de visibilizar dinámicas sociales anti-ecológicas, pienso que la película tampoco aporta mucho en ese sentido. Después de Donald Trump, la ficción tendrá que esforzarse más. La vida humana se ha complejizado demasiado como para que confiemos tanto en mensajes así de lineales.

Por supuesto, no puedo (ni pretendo) saber qué efectos tendrá esta película. Una obra es lo que hacemos con ella. No quiero afirmar que esta película, con su mensaje lineal, no pueda generar debate y reflexión. Seguro lo haga. Tal vez, frente a la pantalla, alguien despierte. ¡Y bien por ello! Lo que aquí me pregunto es qué sutilezas se deslizan por entre las fibras del discurso ambientalista. Lo que me pregunto, simplemente, es por qué otra vez buenos-y-malos. Si la intención fue transmitir un mensaje de urgencia ecológica, ¿era necesaria la polarización buenos-y-malos?

Jennifer Lawrence representa a la figura moralmente incuestionable —el bien en un cuerpo bello e indignado. Obviamente, es con quien más se nos invita (fuerza) a identificarnos: sabemos lo que ella sabe, sentimos su impotencia. DiCaprio, por su parte, es momentáneamente atrapado por la idiotez mediática y la sensualidad del espectáculo —pero sólo para, tocando el fondo del océano del mal, recular y tomar la decisión correcta, que implica, obviamente, regresar a casa y recuperar a su familia (¡siempre la familia!). Aunque el bueno casi es capturado, no atraviesa el umbral. Ese casi, a la vez que revela complejidades, al final confirma simplificaciones: si el bueno no alcanza a volverse malo, los villanos siguen siendo los otros. Y eso no es menor, porque los fundamentos del problema ecológico están justamente en la construcción perceptiva de un nosotros y ellos, que, por supuesto, deviene nosotros O ellos. Los culpables siempre son los otros.

Hipótesis: el primer paso anti-ecológico fue (es) percibirnos separadxs del mundo —para eso, llamamos a ese mundo naturaleza, y así nos hacemos propietarios del don creativo de lo artificial. El segundo paso anti-ecológico fue (es) definir un sistema de buenos y malos que determina quiénes sí buscan reunirse con la naturaleza (lxs despiertxs) y quiénes no (lxs desalmadxs culpables). El problema entonces es ubicado en esos que no. La narrativa Netflix (rentabilizando la simplificación de los discursos militantes polarizados) sirve a la sistemática necesidad capitalista de pensarnos divididxs. Divide y triunfarás, decían; pero ¿quién triunfará?

Si la nave tiene capacidad para 2000 millonarios, los 2000 tendrán que morir devorados por los ñandúes coloridos de quién sabe qué planeta. Nadie se salva, vivir es morir. Al menos dentro de este tablero de la realidad, no hay escapatoria a la constante reorganización de las formas materiales. Hay que morir todos los días. Pero nos seguimos negando, y, como nos negamos a la muerte (a la transformación) no terminamos de poder funcionar dentro del sistema hiper-complejo que llamamos Vida.

Podemos pensar la evolución humana como el lento intento de lograr que este bicho extraño que llamamos homo sapiens se pueda incorporar a la danza terrestre. Acusar a los otros a veces nos sirve como excusa para no reconocer que nosotros los buenos también tenemos que aprender a movernos con la coreografía de la Tierra. El relato de Nostros Vs Los Otros se devela falaz y obsoleto. Entonces, si el viejo cuento de buenos-y-malos no nos está funcionando, la pregunta sería ¿cuán ecológica es una narrativa que sistemáticamente pone el problema afuera —en el otro?

Decir que los empresarios y políticos son malvados y/o estúpidos nos sirve para no asumir que, en el fondo, actúan (¡actuamos!) movidxs por un miedo profundo y antiguo. Caricaturizar a los supuestos responsables de la desgracia ecológica puede servir para generar una sacudida a las partes más dormidas de nuestra consciencia, y para procesar (con la risa) realidades indigestas; pero, paradójicamente, también nos sirve para quedarnos en un nivel superficial de la indagación. Podemos ir más profundo, hasta la misma raíz de nuestro comportamiento anti-ecológico: ese miedo fundacional que caracteriza a nuestra especie. Así, la pregunta es ¿cuán ecológica es una ficción (una vida) que no asume y explora ese temor antiguo del que surgen, como emanaciones inconscientes, todas las atrocidades (torpezas) del intento humano por aprender a bailar el extraño ballet de la vida en la Tierra?

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